Mutación de Margarita Vázquez y Marciana, de Ana Gutiérrez. Día del Libro

MUTACIÓN

Me llamo Margarita Vázquez Florido. He sido educadora durante 40 años. Actualmente estoy jubilada. El taller de escritura creativa me ha dado la oportunidad de aprender y poner en práctica una de mis mayores aficiones: la escritura.

CUADERNO DE BITÁCORA
Enero de 2030
Mi nombre es Gisela, tengo 15 años y soy la responsable de las vidas de cincuenta compañeros de expedición. Sus edades oscilan entre los once y quince años.
Estamos refugiados en el Cenote Sagrado de Xtoloc, al norte de la pirámide de Kukulcán.
Son las ocho de la tarde y estamos a la espera de que nos recojan las naves de auxilio, procedentes de los planetas más evolucionados del universo.
La Tierra, tal como la habíamos conocido, ha dejado de existir.
Todo comenzó en el año 2020, en la mañana en que la humanidad despertó transformados sus cuerpos en animales. Seguían siendo bípedos, pero sus fisonomías eran de lagarto, serpiente, cocodrilo, rata…
El grado de mutación estaba en consonancia con el grado de evolución personal del ser humano en cuestión. Cuanto mayor maldad, más acusados eran los rasgos y la pérdida de raciocinio e inteligencia humana. Por lo tanto, algunos podían hablar, otros conservaban cierto grado de inteligencia y los más que, la mayoría habían sido dirigentes de sus países o personas con inmenso poder, perdieron por completo las capacidades humanoides.
Esta mutación espontánea no afectó a los niños de cero a diecisiete años.
Estalló el caos y la locura. Los científicos que aún conservaban algo de inteligencia, pusieron los ojos en los jóvenes salvados del “virus”. Pensaron que en ellos estaba la clave para paliar la enfermedad.
Secuestraban a todos los que podían, convirtiéndolos en objetos de sus experimentos.
Los que pudimos escapar de la masacre, nos refugiamos e hicimos fuertes en lugares estratégicos y sagrados existentes por todo el planeta.
En esos puntos claves, nos esperaban entidades superiores para guiarnos e informarnos de los hechos acaecidos, ya que ninguno podía imaginarse la causa de aquella transformación.
Nuestro planeta, siempre estuvo vigilado y cuidado por los encargados del equilibrio universal. En cierta forma, éramos un experimento en la cadena de evolución.
Nos habían visitado con frecuencia durante siglos, e incluso, algunos de los elegidos,
vivieron con nosotros en momentos difíciles para ayudarnos a avanzar. Muchos niños los llegaron a ver pero, en la mayoría de las ocasiones, los tacharon de alucinados o dementes.

Aquellos que se atrevieron a predicar el amor y la igualdad entre los seres humanos, terminaron, en la mayoría de los casos, detenidos, asesinados o quemados en la hoguera, dependiendo del siglo y la civilización.
El progreso tecnológico de los terrícolas iba tan rápido que “las altas esferas universales” temieron que mentes tan ancladas en el cerebro reptiliano pudiesen alcanzar otros planetas y continuar con la cadena de destrucción que habían iniciado y casi consumado en el suyo propio.
La decisión fue unánime, la aplicación y puesta en marcha se hizo patente en la fecha que indico al principio del cuaderno.
Antes de partir hacia otros mundos, quiero dejar un mensaje de esperanza, a pesar de lo ocurrido, a quien o quienes lean este cuaderno.
Viajante en el tiempo o del futuro, si estáis leyendo esto espero y deseo que la tierra vuelva a estar habitada por hombres y mujeres de buena voluntad. Que lo experimentado haya servido para reflexionar sobre la verdad implícita en el ser humano.
El amor, en toda su extensión, es la medicina que puede salvar al mundo. Respetad a la naturaleza que os cobija y mirad a vuestros compañeros de viaje en la tierra como si os vieseis a vosotros mismos pues, en definitiva, sois una sola mente universal.
Faltan quince minutos para la llegada de la nave. Debo esconder el cuaderno en un sitio seguro antes de partir.
Suerte, querido viajante y explorador que hallaste este cuaderno.
Ya veo las luces acercándose. Me despido con un abrazo universal.
Firmado: Gisela, últimas vivencias en el planeta tierra

MARCIANA

Me llamo Ana Gutiérrez Martínez y tengo sesenta y tres años. He sido administrativa durante cuarenta años en la misma empresa. Actualmente, estoy prejubilada y he rescatado una de las devociones de mi infancia: la escritura. Aquí dejo uno de mis relatos.

A partir de los ochenta y hasta que dijo adiós, mi padre nos recordaba a diario,  en un tono siempre poético, las sentencias de Marciana “La Chirra”. Una gitana pura y sin cultura de escuelas que vendía hierro y cobre. Y que dejó un rastro indeleble en todos los que la conocimos. Él recordaba sus frases, más que con el cariño que siempre le tuvo, desde una rendida veneración. Como quien recita mantras sagrados, con la solemnidad del que sabe que transmite los pronósticos de un oráculo a sus hijos. 
Siempre que paso por delante del estanco de mi padre, que ahora es un bar, me paro un momento. Debe ser que estoy en esa edad en la que el corazón patalea y se resiste ante la visión del árbol tan amado, ya casi sin hojas. Y se deja enredar por la nostalgia, siempre tramposa, para dar color a las escenas felices de la niñez con destellos y tonos que jamás fueron tan vivos. En la puerta del antiguo estanco siempre veo a mi padre, con treinta y tantos años, de charla con el barbero. De pie, en el umbral de su tienda, a Marciana, la gitana de los hierros. Viejísima, de luto perpetuo y con un rostro de piel acartonada y grisácea, sellado por un mapa de arrugas. Dando carcajadas estruendosas, mostrando sin pudor y con orgullo su dentadura de oro. Su tesoro más preciado, fruto del trajín de toda una vida entre ollas, sartenes y todo tipo de artilugios metálicos.
Mi hermana y yo nos sentábamos en el escalón de la relojería, junto a la tiendecita de La Chirra. Las dos, escuchando con disimulo sus frases cuando alguien se paraba ante ella para engancharse a su charla. Sus cantinelas nos parecían entonces madejas enredadas, llenas de vocablos desconocidos, una jerga exótica con acentos anárquicos; y que, con el paso de los años, terminaron por revelarse como un regalo diario de verdades profundas, auténticas y tan viejas como el propio mundo. 
A la hora de la cena, mi padre nos explicaba los misterios de los dichos de Marciana, adaptando las palabras a nuestros pocos años. Añadiendo sus propias conclusiones, para dar recorte o simple belleza a los asuntos farragosos y a las palabras gruesas.
Junto a nosotras en el escalón veo también a Nino, el hijo de Manolo el relojero. Siempre atareado en su plastilina, con maestría excepcional y milagrosa en un niño de seis años, dando vida a los trozos de pasta de colores en pocos minutos. Recuerdo que una tarde Marciana se acercó a la puerta del estanco con dos soldaditos de Nino en la mano. “¡Este niño es un artista!” le dijo a mi padre a voces. Y siguió con su letanía de aquella jornada.
 —Los dones no tienen mérito, Pepe. Llegan de la cuna, como los ojos y el pelo. El mérito es regarlos. ¡Este niño es un artista y el padre quiere que sea de leyes!
Hace algo más de un mes que vi a Nino en las noticias locales, porque había venido a inaugurar una comisaría de barrio. Sin duda, siguió la senda de otros dones que La Chirra no supo percibir cuando admiraba perpleja sus soldados de colores. Y, seguramente, nunca supo que en su vida había una página resplandeciente y aún vacía que, según decía la gitana de los hierros, era su destino de cuna.
Casi todas las mañanas, con el primer café y el segundo o tercer cigarro, me miro al espejo de la entrada y la memoria de Marciana me silba al oído algo que me repitió infinitas veces: “Guárdate siempre como si te quisieras de verdad, niña”.

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