Carbonizados


 

Hoy traemos una reseña de un nuevo Premio Nadal, en esta ocasión recibido en 1960 por Ramiro Pinilla gracias a su novela ‘Las ciegas hormigas’. Publicada inicialmente en el sello Destino, dentro de la colección Áncora y Delfín (número 197), desavenencias con la editorial le llevaron a reeditarla en 2010, en esta ocasión bajo el auspicio de Tusquets, acompañada de una lectura crítica a cargo de Fernando Aramburu y de un prólogo del propio autor, en el que detalla estas cuestiones y hace referencia a la vieja máquina de escribir Underwood que constituyó su instrumento de escritura en aquellos años iniciales.  

Tal es el regusto que ‘Las ciegas hormigas’ deja acaso en el lector: a cosa pasada, de hace mucho tiempo, como esas máquinas de escribir. Y, sin embargo, también a cosa no desfasada, ya que las situaciones descritas son aplicables a episodios que la vida pone en nuestro camino de manera cíclica y constante: los ponía en las primeras décadas de la segunda mitad del siglo XX y los pone ahora, aunque todo parezca tan diferente. Ramiro Pinilla escribió esta historia con un propósito concreto, de rebeldía (“fue mi primer grito de libertad hacia fuera de mí mismo”), que solo se entiende si se ha vivido una época y se conocen sus circunstancias. Y su ejercicio literario es tan brillante que ni siquiera necesita aludir de manera expresa a esa época, con lo que consigue que su universo logre trascenderla.

Un universo que es el pueblo vasco costero de Algorta, que una noche de temporal asiste al encallamiento de un barco que transporta carbón. Un pueblo en el que una serie de vecinos se convierten en personajes que, a consecuencia de ese naufragio, actúan como esas “ciegas hormigas” que desean apoderarse del cargamento de ese navío por encima de todas las cosas; en particular, Sabas Jauregui, gran protagonista del relato, un auténtico estajanovista (nunca mejor dicho) que contra la voluntad de su propia familia termina arrastrándola hacia esa fijación.

Una figura brutal, en todo el amplio sentido de la palabra, en torno a la que orbitan su esposa, su cuñado y sus hijos, conscientes de que “es difícil oponerse a lo que propone el padre: mira de una forma que suple a todos los gritos”, aunque en algún caso antepondrán otros intereses que ponen en peligro el objetivo.

Sabas es, sin embargo, el único personaje principal al que el autor no otorga la primera persona. Cada capítulo comienza siendo narrado por Ismael, el hijo menor varón, al que van sucediendo los demás por importancia y presencia en los hechos, cada uno con reflexiones propias de su situación y de su visión. Pareciera como si el propio Pinilla reconociese con esto que Sabas es pura y constante acción, un sacrificado ser viviente que no cuenta nada porque no se permite parar ni un solo instante a calibrar la magnitud de lo que sucede a su alrededor. Una de esas personalidades sin duda tremendas que a quienes leemos con asiduidad nos produce un secreto placer encontrarnos de vez en cuando en los libros.

La lucha por obtener el carbón a toda costa sirve también al escritor para reflejar otros temas como la posesión, el sentimiento de pertenencia, la religión o el alcoholismo, que pueden desarrollar mayor o menor importancia dependiendo de cómo el lector los interprete o asimile, pero que enriquecen el relato y potencian la experiencia narrativa en la línea que comentábamos con anterioridad.

En la Biblioteca General de nuestra universidad podrás encontrar un ejemplar de la novela publicada en 1961.

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