“LA MIRADA QUE RESPIRA” de mi amigo Victor Manuel Pérez Benítez

Esteban Salmerón nos presenta esta semana el libro de nuestro querido colaborador Víctor M. Pérez Benítez. Ya conocíamos sus versos, su estupendo blog que visitamos con frecuencia y sus fantásticas reseñas. Ahora te traemos otra muestra de su excelente prosa. De no perdérsela, por eso está en la Biblioteca.

Mi amigo Víctor, todavía muy niño, subido encima de una Vespa de las de entonces. Así de sugerente es la portada de su libro. Y en sus ojos vivos y pillines encuentro intensos reflejos de Huckleberry Finn, de Tom Sawyer, de Guillermo Brown; pero en una versión nada anglosajona, sino absoluta y radicalmente hispana, andaluza, motrileña. Avanzar en la lectura de sus páginas es sumergirse -de lleno, sin contemplaciones- en una emotiva y poética evocación literaria de un pasado que - ¡ay! - empieza ya a no ser tan cercano. Y, por un momento, volver con él a sentirte cerca de Sandokán -el Tigre de Mompracem-, de la mano de Salgari. Y viajar otra vez a la Isla del Tesoro, con Stevenson. Y ser nuevamente uno de aquellos capitanes intrépidos, de Kipling. Y adquirir, incluso, la condición de “Guardián entre el centeno”, si -con permiso de Salinger-, cambiamos el centeno por una buena plantación de “cañaduz” (que así se dice, según compruebo en DRAE)…


Detrás de cada página te esperan, como escondidos, olores de aquel tiempo común de nuestra infancia. Y huele a mar, a campo, a cultivos tropicales, a pipas, a chicle, a regaliz, a tierra seca pero también fértil, a sur de España, a Andalucía costera, a la vega de Motril, a sus ramblas. Huele a infancia estimulante, ilusionada, casi siempre -al menos, en nuestro caso- feliz. Y si cierro los ojos puedo sentir, sin el más mínimo esfuerzo, el dulce zumo de la caña de azúcar recién cortada, inundando mi boca de niño, derramándose entre mis labios tras mascarla enérgica e ilusionadamente como solo un chavalín alegre y disfrutón sabe hacerlo. Hay entre sus renglones música de Simón y Garfunkel, de Zarzuela, de Mocedades. Y, en ciertos momentos, una sutil evocación de la inolvidable serie “Aquellos maravillosos años” mientras, con su voz desgarrada, Joe Cocker canta “With a little help from my friends”.
Hay chupetes con leche condensada, una visión adulta de los padres cargada de amor y de respeto, tour de Francia, poéticos y entrañables gusanos de seda, despertar de la sexualidad adolescente, inquietudes sociales. Solo Víctor es capaz de hacer poesía de la buena hablando de ajedrez. Juegos en la calle, bicicletas, “peleillas” en la rambla, junto a reflexiones históricas y existenciales. Y tebeos, y tebeos, y tebeos. Y libros y periódicos. Y cine. Y huele también a tinta fresca recién impresa sobre el papel. El libro entero, sin duda, rezuma -además- un amor intenso por la Literatura…

Puedes estar o no de acuerdo con él en su posición ideológica, filosófica o vital; da lo mismo: eso no es lo más relevante. Hablamos de literatura y, en ese plano, no tienes más remedio que rendirte ante la elocuencia, la fuerza y -hasta, a veces-, el desgarro de su brillante prosa que con frecuencia está -quizá, inevitablemente- cargada de poesía.

Yo fui también monaguillo, como él. Pero me quedé “enganchado” en ese lado. Yo creo. Y creo, entre otras muchas razones, porque tengo amigos como Víctor, cuyo talento, cuyo genio, no concibo que puedan ser fruto más que de un puro, ciego y desconcertante azar. Hay algo inmortal en Víctor, yo lo sé. Justo esa “sensación de eternidad” que él menciona. Él lo intuye, aunque sea “de refilón”. Yo lo creo. Y, mientras tanto, disfruto de ser su amigo, de leer hasta ahora su poesía. Y ahora, también, de “beberme de un trago” su elegante y vibrante prosa. Su mirada, sin duda, respira. La mía también con él: con mi querido y admirado amigo Víctor M. Pérez Benítez.

7 de enero de 2018.

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